martes, 18 de mayo de 2010
Biblioteca Palafoxiana
Era la primera vez que ambos visitábamos la Biblioteca Palafoxiana.
-¿Como es que vivo en Puebla y nunca pase a visitarla?- Me repetía a menudo mi novio en el trayecto. Llegamos a unos minutos antes de que cerraran; al principio no estábamos seguros de estar en el lugar correcto. Ambos teníamos la impresión de que la Biblioteca sería enorme, con estanterías de tamaños colosales y una, aún más colosal, colección de libros. Pero ante nosotros estaba una biblioteca muy modesta, a comparación de nuestras expectativas.
60 pesos nos costó la admisión a la Biblioteca, 30 por persona. No pude dejar de pensar que era un robo para un trayecto tan corto, pero no había otra opción. Antes de entrar a la Biblioteca, me detuve a admirar los detalles de la puerta; estaba trabajada a la perfección, de tal forma que costaba creer que las figuras que adornaban aquella puerta de madera, estaban hechas con manos humanas. Tal vez no fuera así, pero no me detuve a preguntar; mi atención se centro de inmediato en las estanterías que se encontraban junto a mí- estanterías que no estaban realmente al alcance del público. Estaban separadas a una distancia relativamente corta, y tan sólo protegidas por unas cuerdas. Era realmente fácil estirar la mano y tomar un libro, si uno se lo proponía. Sin embargo, aquellos libros emanaban un aura de respeto y solemnidad, haciendo que desapareciera esa idea de la cabeza de quien sea que quisiera intentarlo. Los libros tenían pequeñas notas, tal vez colocadas por el departamento de restauración y conservación, que se encargaban de mantener todo en buen estado. Di una mirada rápida por la Biblioteca; a pesar de ser pequeña (a comparación de mis expectativas), el departamento de restauración realmente tenía trabajo por delante.
Todas las estanterías estaban hechas de madera, elegantes y muy bien conservadas. La Biblioteca era una habitación rectangular; el recorrido se movía a través del perímetro de la habitación. En el centro, también fuera del alcance del público, había unas mesas, con cuatro sillas cada una. Seguramente, hace mucho tiempo, los monjes de la orden las usaban para leer el conocimiento acumulado en esos libros.
Mi novio se detuvo a ver las mesas, prestándole más atención incluso que a los libros, y miró hacia el altar al fondo de la Biblioteca. El Altar se alzaba en medio, majestuoso, bañado en color dorado y con la imagen de una virgen en el centro. Me detuve frente al altar, que así como la puerta, era rico en detalles. Lo admiré por unos minutos, antes de decidir continuar recorriendo el perímetro de la Biblioteca.
-Hay libros que tienen una marca de fuego- Me dijo mi novio.
-Tal vez los marcan para saber a quién pertenece- le contesté. A unos metros estaba la salida y sentía no haber visto nada.
-O tal vez estén prohibidos- dijo, casi para si mismo.
Buscando algo más que ver, dirigí la mirada al techo. Estaba formado de varios arcos, pero no puede notar nada más en especial. Moví la vista al segundo piso de la biblioteca, también inaccesible, y la misma imagen de estanterías y libros se repitió ante mis ojos. “Todo lo interesante lo contienen los libros- pensé – Es una lástima que ni siquiera podamos leer alguno.”
-No puedes decir que no es agradable a la vista- me dijo mi novio.
-Supongo.
Y sin más, nos retiramos de la Biblioteca Palafoxiana.
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